El narrador y guionista francés Jean Claude Carriére escribió en 1992 (quinientos años después del descubrimiento de América) la obra de teatro La Controversia de Valladolid, pieza con la que la UNAM reflexiona sobre el Bicentenario desde sus raíces: el choque de dos mundos.
Dirigida por José Caballero, quien tradujo junto con Rosamarta Fernández esta obra de teatro, La controversia gira en torno de un debate celebrado entre 1550 y 1551 en pos de verificar si los hombres de América eran de la misma naturaleza humana que los españoles.
La publicidad de esta puesta en escena es efectiva: ¿Los indígenas tienen alma? se pregunta, aunque en realidad ese dilema no es el que se trató en aquellas juntas en un Convento de Valladolid, España, en las que el dominico y defensor de los indios (también escritor de emotivas y cruentas crónicas de las atrocidades cometidas por lo españoles en los territorios conquistados), Fray Bartolomé de las Casas y el humanista Juan Ginés de Sepúlveda se reunieron junto con un grupo de dominicos y autoridades eclesiales, representantes de Roma, para determinar si los naturales del Nuevo Mundo tenían derecho a la libertad y a la propiedad, así como el derecho a abrazar el cristianismo.
Más allá de lo anecdótico (sabemos que Las Casas hará una defensa descarnada y pasional de los indios y Ginés de Sepúlveda una argumentación lógica muy apegada al pensamiento religioso sobre la inferioridad casi cismática de los naturales), la pregunta sobre el tipo de racionalidad del humano americano (inferior o similar, más nunca superior) entrevera un estigma ruin a partir del cual el europeo expandió su estela y determinó los cánones que soportarían sus narrativas en nuestro continente, narrativas según las cuales el mundo descubierto (inventado diría Edmundo O’Gorman) sería el terreno para las potencialidades que en el Viejo no maduraron. El Nuevo, en cambio, debería ser conquistado con la verdadera religión (el lado hispano) y el verdadero método (el lado anglosajón).
Sea cuales fueran los procedimientos, el hombre natural del Nuevo Mundo era un ser inferior, incluso más inferior que la mujer, género al cual por aquellos tiempos también se le consideraba “oficialmente” menor. No es casualidad que medio siglo después, en 1611, el dramaturgo inglés William Shakespeare creara una obra de teatro en la que se representarían los tipos humanos distintos y antagónicos del choque de culturas (y de mundos): La tempestad (su última obra de teatro), pieza en la que Shakespeare ubica en Próspero y en Caliban a los entes humanos antitéticos:
Próspero es el hombre ilustrado, duque de Milán y amante de los libros, y Calibán, el amerindio colonizado, un esclavo salvaje y deformado, cuyo nombre proviene de "Carib(be)an", con el significado implícito de "canibal". Llevado este arquetipo a la obra de Carriere, apreciamos que tanto la postura de Fray Bartolomé como de Ginés de Sepúlveda parten de la base de que América es bárbara y salvaje, y en sus diferentes programas ambos buscan civilizarla;, cada quien a su modo. Las Casas reprochan que se ha dado más una barbarización de los españoles que una civilización de los americanos. Los dos creen que la barbarie es una etapa que obedece al contexto. La resolución será "favorable" para los indios de América, aunque la verdadera triunfante será la intolerancia y la segregación que no aceptarán la igualdad de la raza negra, que tiene presencia muda pero no sorda con la presencia de un esclavo.
En el actual montaje de La controversia de Valladolid vemos actualizada esta oposición de tipos humanos: el salvaje vs el hombre de razón, y en medio, el pensamiento cristiano, adaptable a las circunstancias y al contexto. Ofrece una puesta en escena que toma distancia del momento y al mismo tiempo mete al espectador en el desarrollo: se logra objetividad pero también afecto por parte del espectador, es decir, el espectador latinoamericano (y mexicano) sabe que en alguna medida es descendiente de aquel pasado doloroso, pero también es capaz de preguntarse qué tanto él juega hoy en día el papel de los españoles, sólo que ahora en forma de racismo.
La espléndida traducción hace que el texto esté muy vivo y sea muy cercano a nuestra realidad. En cuanto al trazo escénico, José Caballero se preocupa por involucrar al espectador a partir del uso del espacio: por un lado, irrumpe con un guiño a la conjunción de temporalidades: la actualidad y el momento histórico (como en la película Jesucristo Superestrella), cuando Hernán Mendoza (Las Casas) llega a bordo de una motocicleta y se pone el vestuario de su personaje; por otro, lleva el escenario hacia fuera cuando el Legado del Papa camina por los pasillos y lanza sus peroratas desde la parte media de la zona de butacas; además, el escenario se compone por una estructura de tres plataformas unidas como andamiajes más un telón de fondo en que se proyecta un portal tipo barroco que alude al convento.
Como si fuera un sándwich, los personajes se acomodan en los tres niveles de la estructura tubular, quedando en la parte de abajo y detrás el esclavo, que no es indio sino africano. Hernán Mendoza (Las Casas), Carlos Alberto Orozco (Sepúlveda), Cristóbal García Naranjo (el Legado) y Juan de la Loza (el Superior) cumplen con sendas y muy verosímiles actuaciones. Y el final es un lapidario retruécano, simbólico y poético, en donde los límites de lo propio y de lo ajeno, de lo civilizado y lo bárbaro, se pierden en la imagen de un africano rezando una oración cristiana a los pies de un ídolo azteca.
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