Dorian Gray, de Oliver Parker

domingo, 5 de septiembre de 2010

Dorian, la sexualidad sin límite

Si hubiera un modelo de héroe para el siglo XXI, Dorian Gray sería el prototipo perfecto: hermoso, seductor, hipersexual, de espíritu dionisiaco y cuerpo de fuego, frágil y firme e incapaz de sufrir marcas por maltratado o por el paso del tiempo, apetecible para hombres y mujeres por igual y que corresponde al erotismo y al hedonismo sin límites. Con esas cualidades, hoy en día, ¿quién no quisiera ser como él, sobre todo si se tiene Belleza y Juventud, una fórmula poderosa, armas que históricamente han blandido mejor las mujeres?

Sin duda, Dorian Gray sería un mejor héroe para representar nuestros tiempos pero Óscar Wilde se adelantó y la historia original tiene un tono moral que denosta la sociedad burguesa de finales del siglo XIX. Por momentos, vemos a Dorian en la pantalla, bello, altivo, ladino, y pensamos que la apuesta más interesante hubiera sido poner al joven de nombre seductor a realizar sus andadas en nuestra sociedad disoluta. Nada hubiera sido más atroz, más salvaje pero también más atractivo que un Dorian Gray sin arrepentimientos.

La película de Oliver Parquer es estupenda por media hora. De golpe entramos a una historia pulcra en el ritmo, visualmente placentera que nos presenta el marco clásico de la Inglaterra victoriana: brumoso, lleno de suspenso e intriga. En esos minutos iniciales, ya nos hemos encontrado con dos actores espléndidos cuyos personajes son opuestos pero igualmente influyentes para Dorian Gray: Colllin Firth (Lord Henry Wottom, aristócrata que corrompe a Dorian) quizá en uno de sus mejores trabajos, y Ben Chaplin (Basil Hallward, quien pinta el retrato que da título al libro) que hace honor a su apellido y con creces.

La película es entretenida. No cuenta tal cual la historia pensada por Wilde: los motivos para desenamorarse de su primera amada Sybil; son distintos; la venganza contra Gray no es por parte del padre de aquella sino por el hermano; el Gray de Wilde es menos sexual pero más cínico; no se enamora de Emily, la hija de Lord Henry, y su intento por corregir su vida es sólo otra forma de vanidad.

Más tarde, la película pierde ritmo y emoción. No sale bien librada luego de que el héroe sucumbe ante la culpa y el cansancio. Honestamente se antojaba más que la película no cayera en el moralismo que aqueja a la obra original. Lo sabemos, ¡es Hollywood, no se podía pedir otra cosa! Pero por ser Hollywood nos regala una historia de amor injustificada e inexistente en el original pero en términos estéticos necesario: la inclusión de Rebeca Hall, cuyo personaje Emily posee una seducción más temperamental que física, un personaje muy interesante que no corresponde con la época.

Ahora bien, ya que dimos paso a la especulación, se podría haber optado por un destino distinto, tal vez más agrio o más cínico: que Dorian no sufriera castigo, que desapareciera… sin embargo, lo más importante siguió siempre ahí: el retrato, ese que congela el tiempo como la fotografía o el video, y que duplica la imagen como el espejo, el artefacto que el hombre moderno convirtió en objeto de culto y que no es más que su más inmediata herramienta de autoengaño y excitación.

Ben Barnes (Dorian Gray) cautiva con sus ojos profundos, su nariz perfecta, sus labios precisos, ni gruesos ni frágiles, su cuerpo esbelto, su barba partida y su melena oscura y plácida. El desenfreno es el pulso de esa vida que es eternamente joven y que embriaga de sólo pensarla: placeres e intoxicación, ¿acaso habrá algo más tentador?

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