La enterraron. Luego la desaparecieron y nos la cambiaron por otra que dice ser pero que sólo lleva de aquella la apariencia, es decir, el nombre. La Revolución mexicana plagó el discurso político desde la creación del PNR (hoy, el PRI) a fines de los años 20 del siglo pasado, pasando por los gobiernos represores de los 60 y 70, los populistas de los 80 y hasta nuestros días, cuando el otrora secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont afirmó que la guerra contra el narco honraba los ideales de la Revolución, los cuales de paso también se dio el lujo de cambiar por otros.
Pero la verdad es que la Revolución murió en 1946, ese año que muchos intelectuales ubican como el año de la langosta, por la rapacidad y voracidad de las élites políticas y empresariales. Según don Javier Cosío Villegas, ese año representa el acta de defunción de la Revolución mexicana. No el fin ni la consumación ni la institucionalización, sino la muerte de un sistema político que se autodenominó revolucionario. Es también el año bisagra en que se intercambió a los generales por los licenciados, llevando al primero de ellos, el Lic. Miguel Alemán, a la Presidencia de la República, desde donde comandó un pujante proceso de industrialización.
Desde esa lid el objetivo de Alemán fue “que todos los mexicanos tuvieran un Cadillac, un puro y un boleto para los toros”, según sus palabras. Parecido a lo que el candidato Vicente Fox en su campaña presidencial de 2000 ofreció a los mexicanos: un vocho, una tele y un changarro.
Miguel Alemán canceló en los hechos el proyecto social que había tenido efecto durante la reconstrucción de la República y, en cambió, dio paso a una época, como diría Gabriel Zaid, de mucho progreso pero progreso improductivo, “progreso costoso y por lo mismo no generalizable para toda la población”.
Pero sería en 1947, cuando el llamado alemanismo sufriera su más fuerte crítica, desde el arte, no de vanguardia, sino un arte cargado de realismo con el estreno de la obra de teatro El gesticulador, de Rodolfo Usigli, una obra capital en el teatro mexicano, montaje que no duró más de dos semanas en escena luego de ser cancelada por el gobierno de Alemán.
Hoy como ayer, la crítica hacia los sistemas políticos inoperantes es más que pertinente. Por eso, la actual puesta en escena de El gesticulador (primera que se monta en el nuevo Foro Cultural Chapultepec), llama la atención de inmediato. Lo mínimo que se le puede exigir a este costoso montaje es estar a la altura crítica y dramática de la obra de Usigli. La obra cumple (el texto es infalible) pero algunos detalles la hacen cojear en su resolución.
Las actuaciones son relevantes: Juan Ferrara (César Rubio), más allá de aún arrancar suspiros de las señoras, es muy convincente; Verónica Langer (Elena, esposa de Rubio) maneja los tiempos y el tono con maestría; Jorge Ávalos (licenciado Estrella) pone el talento fino; Joaquín Garrido (general Navarro) da mucha fuerza, y los jóvenes José María Mantilla (Mario) y Damayanti Quintanar (Julia), entregan cuentas favorables. En cambio, la escenografía es inadecuada para el contexto en que se sitúa la obra.
El argumento usted lo conoce: un profesor de historia se hace pasar por un héroe revolucionario perdido, César Rubio, (por obra de la casualidad tiene el mismo nombre) y al encarnar el papel del revolucionario alimenta las ilusiones populares convirtiéndose en el candidato del partido oficial.
Lo más impactante de la puesta en escena la encontramos a nivel temático y moral: el público reacciona porque ve en los personajes una máscara (trágica y cómica al mismo tiempo) que quisiera no reconocer pero que en el fondo se sabe de memoria: una máscara que ha sido la pauta de nuestro sistema político, cultural y moral desde hace medio siglo, cuando las acciones dieron paso a los discursos, al cinismo y a la simulación, y a partir de estos han alimentado nuestras ficciones que son también nuestras facciones, como diría OctavioPaz.
El gesticulador es testimonio de una época que inició con el entierro de la Revolución, un entierro sin tiempo y que por tal motivo no termina, una crítica sin concesiones que hay que leer como la autopsia de un animal masacrado a balazos como los miles de hombres que en México mueren hoy en día: hay que leerla (verla) apretando el estómago para no vomitar, cerrando los ojos para poder ver y ejercitando la memoria paseándola por nuestra propia vida hasta expiar los demonios que nuestra cultura nos ha legado: los complejos de inferioridad, el síndrome del jamaicón, el ninguneo hacia el connacional, la exaltación de lo foráneo, la presunción esnobista, la ficción instituida, la indiferencia social y el atemperamiento de la conducta crítica.
El espíritu de Usigli pervive como la crítica directa y no displicente contra un sistema caduco y un discurso que se sustenta en la mentira.
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