Sobre la ausencia y la enfermedad
Se presenta emotiva obra teatral de Itzel Lara
Revisar lo humano desde el dolor, la ausencia y la enfermedad, es la propuesta de fondo que ofrece la obra teatral Anatomía de la gastritis, de la joven dramaturga mexicana Itzel Lara, pieza que actualmente se presenta en el Foro la Gruta y que cuenta con un afortunado y arriesgado montaje por parte del director Agustín Meza.
Anatomía de la gastritis fue finalista del Premio Nacional de Dramaturgia Joven “Gerardo Mancebo del Castillo” 2009, y en julio pasado contó con una medular lectura espectáculo, dirigida también por Agustín Meza, en el marco de la novena Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia que se realiza anualmente en Querétaro. En aquella ocasión, consignamos en El Economista que Itzel Lara es una de las jóvenes autoras a las cuales hay que seguirle la pista, con este montaje, tenemos la oportunidad en la Ciudad de México de ver una pieza teatral que a la usanza posmoderna más crítica, se dirime entre la pausa y el vértigo.
La Mujer (Genny Galeano) es el personaje central. Ella tiene un gato y sus relaciones personales son conflictivas, tanto con su pareja, su padre y hasta con el animalito, se trata de una mujer insegura, dominante y posesiva. Su novio, El Vegetariano (David Espinosa Ángel), es un individuo frío cuya principal preocupación parecen ser las cebollas. Su padre (Orlando Scheker) es un enfermo en fase terminal, con él mantiene una relación amor-odio. El Gato, es trasunto de un vacío, de esa relación con el padre que no sana y que, asimismo, se padecerá durante toda la vida como resultado de nuestra incapacidad consustancial para comunicarnos y para hacerlo a tiempo.
Como su autora lo ha mencionado, no importa tanto en Anatomía de la gastritis la anécdota como el desarrollo de los personajes. Un logro doble y quizá triple. En principio porque el texto es muy cuidado y va poniendo acento en el uso del lenguaje para develar poco a poco, con tiento y cuidado, lo que entraña cada uno de los personajes. Por su parte, el trazo de la dirección trabaja con talento cada escena, y los actores están a la altura de ese dominio del tiempo que solo se alcanza con un atemperamiento y delicadeza en el trabajo con los detalles.
En cuanto a la escenografía esta resulta muy bien lograda en su estructura circular, pues permite el tránsito de escenas las cuales tienen diferentes ámbitos: la clínica, la cocina, la recámara, el sueño y la memoria de un campo con una vaca simpática y atenta. El ritmo lo indica la escritura: va de lo pianissimo, in crescendo hasta la saturación que incomoda intencionalmente, una interferencia requerida y necesaria en el lengua artístico de nuestro tiempo.
Con esa sutil aceleración, la pieza se detiene en la clínica, en el tratamiento de la enfermedad y, por ende, en el desentrañamiento del mal. La obra representa un ciclo trágico y dialéctico que se compone de sanación y enfermedad, y esta última es lo normal y lo necesario. Todos estamos enfermos. La pregunta que emerge es una: ¿existe cura? ¿Podemos sanarnos de todo el mal que somos capaces de generar? La obra no dialoga con las liberaciones luminosas del pensamiento religioso sino que es una refriega carnal que tunde el espíritu. No hay cursilerías ni lecciones. Sí encontraremos fragmentos, expansiones, imágenes, sueños, pero sin perder la coherencia.
Es por cachos que la obra cuenta la historia de una mujer ante un mundo que padece lo que ella nombra "la peste del siglo": inanición, irritación, ardor e inflamación. En contraparte, su novio, que parce más un hermano malcriado, tiene un remedio: la cebolla, metáfora de las capas y los velos que tenemos los seres humanos en nuestras relaciones con los demás, con la realidad y con nosotros mismos, impedidos la mayoría de poder regresar al origen porque lo rechazamos. Es por eso que la protagonista sufre en su intento de sanación, porque no puede emerger realmente para sanar, porque rechaza su pasado y porque es incapaz de mirar su presente. Lo mismo ocurre con los demás personajes. Nadie se salva. Ni siquiera el gato.
Ecos de Elena Garro, Ximena Escalante, Anton Chéjov o Marguerite Duras se filtran en esta propuesta escénica. La prosa y la poética de Itzel Lara alcanzan una cima en su resolución dramática. Son por eso tan impresionantes los grados de potencia y espontaneidad de su escritura dichos en voz de los actores.
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