Una orquestación musical sublime y una historia que no espanta
Samuel Boden, tenor inglés, roza la perfección vocal al interpretar a un fantasma en el estreno en México de la ópera Otra vuelta de tuerca, de Benjamin Britten. Su ejecución del pasado fin de semana en la Sala Miguel Covarrubias, del Centro Cultural Universitario (UNAM) le mereció las ovaciones más exaltadas, palmadas contundentes y ensordecedoras por buena parte de la concurrencia y una que otra ovación de pie.
Joven, alto y apuesto (como el fantasma de Peter Quint, rol que interpreta), Boden dio muestra de su talento acompañado por una ejecución de primer nivel por parte de los también jóvenes cantantes: la soprano Fflur Wyn (en el papel de Institutriz) y el pequeño Leopold Benedict, quien con sus 15 años impresionó a los mexicanos, y de los músicos del Ensamble Filarmonía, dirigidos por el maestro Jan Latham-Koening.
La ópera de Britten, permite a un tenor de presencia despuntar, al ser el único capaz de ejercer un tono que concilia y camina con aquel tono que es eje primordial en la construcción de la obra, un tono orientado al desajuste, al contraste, a la emisión de lo terrorífico, al ruido, la furia y la interferencia.
La obra no es contundente e su cometido estético, el cual tiene en su centro plantear una historia que estremezca. El público difícilmente podía espantarse, sobresaltarse o mínimo sorprenderse. Si pensamos que esas son minucias, habría que preguntarnos, más bien, qué es la ópera hoy en día, y si no será que se trata de una manifestación so pretexto de mantener en su pedestal la belleza y esplendor del arte y sus fieles y devotos defensores.
La historia
Escrita en 1898, la novela de James se desarrolla en un caserón en una campiña inglesa unos años antes, a mitad del siglo XIX. La acción inicia cuando llega una nueva institutriz (Fflur Wyn), con la misión de cuidar a dos niños: Miles (Benecit) y Flora (Erin Hughes). La Institutriz va descubriendo poco a poco que en esa casa algo se esconde: susurros y pasos en los tejados la ponen en alerta, hasta que una noche ella misma observa la figura de un hombre apuesto, de cabello rojizo con aspecto fantasmal que la observa del otro lado de la ventana.
Ella narra lo sucedido a la Sra. Grose, ama de llaves (Encarnación Vázquez), y cuando aquella le describe el aspecto que tenía el hombre, la Sra. Grose lamenta que sea el espíritu del antiguo sirviente, Peter Quint, quien murió en condiciones extrañas y desde entonces su alma ronda por los pasillos de la casona. Enterada de esta noticia, la ingenua Institutriz, como se la describe en el Prólogo de la ópera, asume la misión de proteger a los niños. Pero al final descubrirá que su misión es muy complicada, en principio porque los chicos parecen seguir las recomendaciones de los espíritus del Sr Quint y de la antigua Institutriz, la señorita Jessel.
Britten y la ópera de hoy
Un argumento de terror basado en un tema y una estructura musical de 12 notas, que Britten manejaba a la perfección, en su representación en la Sala Miguel Covarrubias dejó un agridulce sabor de boca: grato por el preciso trazo escénico con que se dirigió la puesta y por la ejecución instrumental impecable de los concertistas. Pero amargo porque dejó una incógnita: ¿esta pieza musical arriesgada no merecía una escenificación más acorde con el riesgo y sobre todo con nuestros tiempos?
Si bien el libreto de Myfanwy Piper y la partitura de Britten son documentos que por si solos tienen una fuerte carga estética, la escena exigía algo más que sobriedad y elegancia. El vestuario es impecable, las luces se manejan de modo muy interesante para reacomodar de forma visual los espacios, incluso funcionan como efectos especiales. Pero no hay terror ni miedo ni sorpresas, elementos que se han fortalecido con los avances tecnológicos aplicados a una narración dramática.
En suma, la puesta en escena de la ópera de Britten pone en la mesa un planteamiento: si la ópera quiere seguir subsistiendo tiene el gran reto (como lo exige su raíz: ser el arte de todas las artes) de aglutinar en si todas las herramientas artísticas que se tenga al alcance. Ballina lo comprendió en 2009 y propuso una estética multi-radial e interferida, con su versión de Muerte en Venecia, también escrita por Britten. Michael McCaffery, en cambio, y quienes levantaron este proyecto presentaron un espectáculo de finales del siglo XIX. La UNAM también lo tiene que comprender.
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