de la vida y del amor...
y sin paracaídas
Rodrigo Fresán (Argentina,1963), una de las voces jóvenes más importantes de las letras españolas, después de algunos años rompe el silencio con El fondo del cielo (Mondadori, $219), una novela llena de asombro y de tinieblas, de amor, de sueños y de posibilidades, una novela que es un artefacto poético lleno de compasión porque nos lanza esa mirada aguda y punzante capaz de lacerarnos el alma pero lo hace como un maestro que mira con tiernos ojos a sus discípulos, que los engaña para hacerlos sufrir porque sabe que no hay mejor método para aprender que el dolor.
Fresán nos engaña, nos pone enfrente una novela que podría ser de Ciencia Ficción sin serlo del todo, una novela de amor en la que no hay siquiera un beso, una novela que nos promete oradar lo eterno para finalmente ahondar en el instante: ese momento que podría enmarcar la totalidad de nuestra vida, esa persona que convertiríamos en nuestro hogar y nuestro universo, esa canción o esa película que identificaríamos como una metáfora de nuestros afectos.
En esta novela, el instante es el fin del mundo y es también la totalidad del mismo, y estos se sintetizan en una mujer guapísima que un buen día nos mira detrás de una ventana y nosotros la miramos, la vemos y no decimos nada, la vemos y nos roba la vida sin pedir permiso, la vemos y el mundo colapsa mientras ardemos en paz.
Esa mujer guapísima es Ella y mira detrás de esa ventana a dos primos judíos, Isaac Goldman y Ezra Leventhal, cuando aún son jóvenes en la Nueva York de los 60, momento en que la Ciencia Ficción irrumpe en el ámbito literario.
Isaac y Ezra componen el grupo de los Lejanos, los dos se enamoran de Ella y saben que su amor por Ella lejos de dividirlos los unirá de por vida. Isaac cuenta la primera parte de la historia cuando ya es viejo y ha consolidado una carrera como guionista. Ezra desaparece, renuncia a la Ciencia Ficción y se avoca a la Ciencia, el gobierno estadounidense contrata sus servicios y a partir de ahí será imposible localizarlo. Ella se convierte para ellos en el monolito sagrado de 2001: Odisea en el espacio, después de que un día decide dejarlos.
Esta referencia es apenas una entre decenas a las que alude Fresán en la novela, y como escritor de su tiempo hace de la apropiación cultural una preceptiva formal y estética como lo ha hecho en sus novelas precedentes.
Kubrick, David Lynch, Oesterheld, Philip K. Dick, Vonnegut, Bradbury, Foster Wallace, Bolaño, Bioy Casares, Borges, sin ser nombrados, relucen en su prosa, reverberan en nuestra conciencia por el flujo virtuoso de las palabras.
Fresán construye, pues, una metáfora sobre el instante y sobre el paso del tiempo, sobre los infinitos “fines y génesis del mundo” (como la caída de las Torres gemelas en NY), un homenaje a la amistad y al amor y un experimento en el que Fresán apela a sus temas preferidos (el amor, la muerte, el futuro, la realidad), revive algunos de sus personajes y lugares más entrañables (un joven de apellido Mantra o un lugar llamado Canciones Tristes), y levanta un homenaje a la Ciencia Ficción sin hacer una obra del género, pues el futuro hoy ya es imposible expresarlo en forma concreta: “la idea de que sólo exista un futuro es insoportable”, se lee en la novela.
No es casualidad. Los desarrollos tecnológicos cambiaron nuestra noción del tiempo y aniquilaron el futuro, por lo que en nuestros días vivir se ha convertido en una tarea que exige toda nuestra imaginación para alcanzar el cielo, el instante y la eternidad.
Eso propone Fresán, como en su momento lo hizo Cortázar y como lo han buscado los grandes escritores.
Porque alcanzar el cielo es sumirse en lo profundo de nuestro ser; alcanzar el fondo del cielo es adelantarse a Dios, es matarlo si lo encontramos, es salir del marasmo de nuestras vidas, es enamorarse de la vida o de una niña que cruzó la calle y nos sonrió para convertirse en el infinito y ya, eso fue todo, pues sí.
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