¿Qué tienen los artistas japoneses que pueden sacudirnos por dentro de una manera sublime pero a la vez cruel? No lo sé. Pero me vienen a la mente el pintor Takashi Murakami, el escritor Haruki Murakami o Kazu Makino, vocalista de Blonde Redhead, y particularmente, Kyoichi Katayama, cuya novela Un grito de amor desde el centro del mundo (Alfaguara, $139), literalmente desgarra y enamora como una fórmula ineludible e indestructible.
En esta novela, Kyoichi Katayama refulge por su asombrosa claridad y por su ágil lenguaje pero lo hace como una estrella de otro planeta que nos devela aquello que es profundamente humano y que en occidente hemos perdido de vista: los sentimientos. Los japoneses y algunas culturas orientales no son marcianos pero aún guardan una pizca de empatía y una idea de lo humano que va más allá del cuerpo, de lo nítido, de la razón y de toda identidad sólida y absoluta.
La novela es contada por Sakutaro, joven tímido que en la escuela primaria despierta la envidia de todos sus compañeros al volverse uña y mugre de Aki, una chica popular, bella y misteriosa.
Sakutaro convivirá con Aki, divirtiéndose en la escuela, platicando debajo de los árboles o en el camino a casa, haciendo las preguntas a esa edad tan nuevas que saben a pureza. Aki y Sakutaro crecerán juntos y, casi de forma espontánea o natural, se enamorarán al cabo del tiempo.
Sakutaro es un idealista adolescente que construye castillos en el aire, castillos cuya sustancia es aquello que él estima como más cierto y valioso: el amor. Amor que siente por Aki, un amor tierno que será abruptamente frenado por la irrupción inesperada, como siempre lo es, de la muerte, que en esta historia se asoma descarada y descarnadamente al nicho en que se tejen las más nítidas ilusiones: la juventud.
Así, Sakutaro pierde, como ocurrió previamente a su abuelo, a la persona amada. Y a partir de pequeñas partículas de memoria que van y vienen constantemente, recuerdos que con sólo tocarlos lo hacían sangrar y a los cuales apela con sutileza, se hará una serie de preguntas:
¿Cómo comprender que Aki jamás volverá a mis brazos? ¿Cómo comprender que toda su belleza se ha transformado en un polvo blanquecino que se pierde en un desierto rojo? ¿Por qué es tan duro perder a la persona amada? Y a esta última pregunta su abuelo le responde: debe ser porque ya amabas a esa persona antes.
Desde antes de nacer, desde antes de tomar este cuerpo efímero que no se trata más que de un continente o un contenedor de algo más poderoso, bello e intangible: ¿el alma, la mente, el aura? Tal vez.
Para los que no podemos reconocernos más allá de nuestras pieles o de nuestros más arraigadas creencias, lo que menciona el abuelo pueda parecernos chocante y es probable que lo sea, aunque también aquello que menciona el abuelo puede leerse como el punto en que dejamos de vernos a nosotros mismos como la más clara concepción de la vida, y lo que somos se revela como una sucesión de instantes, algo parecido a lo que ocurre en nuestra memoria: el registro difuso de aquello que hemos vivido, los momentos que casi por casualidad aún mantenemos.
Y es por eso que la novela de Katayama alcanza una belleza inmensurable. Su literatura rebasa los lenguajes, pues lo humano prescinde de palabras y por eso la maestría de este escritor se encuentra en utilizar tan deleznables herramientas, las palabras, para describir y hacernos sentir como si fueran propios esos sentimientos que no a todos nos es fácil describir y descubrir, sino más bien a la mayoría nos es difícil confrontar. Sentimientos que la prisa en nuestras vidas nos hace pensar estorban.