Víctima de la soberbia
No fue ocurrencia que intelectuales de la talla de Octavio Paz y Roger Bartra hayan detectado en el mexicano un profundo sentimiento de inferioridad que se traduce en soberbia, en el acto arrebatado, irracional y de orgullo del macho mexicano, el gran chingón, cuya personalidad secreta sale a flote al estamparse con la realidad de las cosas, cuando se devela como un títere y el gran chingón se diluye en una máscara, un antifaz frágil que se sostiene de nada. La vergüenza colma con voracidad al ente que una vez desnudo no es capaz de reconocerse y por tanto queda totalmente perdido y confundido.
Digo que no fue ocurrencia porque una vez más el gran chingón salió a flote en uno de los ritos por antonomasia del mexicano actual, el futbol soccer, en el un partido de la Selección Mexicana de Futbol contra el acérrimo rival, que en verdad es acérrimo no por difícil sino por invencible: Estados Unidos.
Ahora, la confusión reina en todos los niveles: en los dueños, en las televisoras, en los directivos, en los equipos de Primera División, en los técnicos, en los jugadores, en los aficionados. Nadie acepta la verdad: el futbol mexicano es malo, mediocre, y por más que existan destellos en algunos jugadores, es indudable que el Futbol es fiel retrato de un país destrozado y sin idea, un país inmerso en la medianía o pequeñez de sus miras, un país acostumbrado a perder desde antes de iniciar la pelea el encuentro, un país que no aprende y no planea, un país que nada, naufraga o muere en su propia soberbia.
No culpemos a Rafael Márquez; si lo pensamos un poco, tal vez es el "más" mexicano de los que pisaron la cancha, el más "fiel", el que más cree detentar los "valores" de ese gran hombre de bronce o el hombre oro descubierto y desterrado por los españoles.
No, no fue Rafa; él es un síntoma o más que un síntoma un ejemplo eficaz, completo, del mexicano confundido, porque él, el gran chingón, se vio notablemente superado por un rival, un país, un futbol que cuando, para tomar el ejemplo, Rafa Márquez era niño, no tenía liga profesional y no sabía lo que era el soccer.
Entonces, cómo no sentir confusión. Cómo no sentirse confundido cuando el rival que no sabía jugar es capaz de borrarte del campo, cuando las grandes "promesas" no terminan de cuajar, cuando los "giovannis" o los "velas" o los naturalizados, esas grandes figuras, no son capaces de armar una jugada o una estrategia cuya meta sea precisamente esa, la portería. Para los norteamericanos la idea es básica: el adorno estorba si impide encaminarse a la meta. Desde el lenguaje nos ganan: para ellos la meta está clara, para nosotros se trata de una portería.
De la confusión, el mexicano pasa a la soberbia en un tris; o mejor, la soberbia, esa cualidad mexicanísima a la que Paz se refería como la costumbre mexicana del "ninguneo", es la que al final desemboca en una confusión del tamaño del Estadio Azteca.
El Futbol mexicano es una simulación más, alimentada por el poder de unas televisoras hipócritas que venden ilusión e indignación al costo de una sociedad atrapada en los jadeos de la convulsión mediática, sin ton ni son, sin crítica ni capacidad de afrontar la realidad sin miedo y que por el contrario genera miedo sin reparar en el peligro de que este se convierta en una condición casi natural o cultural de una identidad que no se sostiene de nada más que de sus propias mentiras, sus propias máscaras.
No fue ocurrencia que intelectuales de la talla de Octavio Paz y Roger Bartra hayan detectado en el mexicano un profundo sentimiento de inferioridad que se traduce en soberbia, en el acto arrebatado, irracional y de orgullo del macho mexicano, el gran chingón, cuya personalidad secreta sale a flote al estamparse con la realidad de las cosas, cuando se devela como un títere y el gran chingón se diluye en una máscara, un antifaz frágil que se sostiene de nada. La vergüenza colma con voracidad al ente que una vez desnudo no es capaz de reconocerse y por tanto queda totalmente perdido y confundido.
Digo que no fue ocurrencia porque una vez más el gran chingón salió a flote en uno de los ritos por antonomasia del mexicano actual, el futbol soccer, en el un partido de la Selección Mexicana de Futbol contra el acérrimo rival, que en verdad es acérrimo no por difícil sino por invencible: Estados Unidos.
Ahora, la confusión reina en todos los niveles: en los dueños, en las televisoras, en los directivos, en los equipos de Primera División, en los técnicos, en los jugadores, en los aficionados. Nadie acepta la verdad: el futbol mexicano es malo, mediocre, y por más que existan destellos en algunos jugadores, es indudable que el Futbol es fiel retrato de un país destrozado y sin idea, un país inmerso en la medianía o pequeñez de sus miras, un país acostumbrado a perder desde antes de iniciar la pelea el encuentro, un país que no aprende y no planea, un país que nada, naufraga o muere en su propia soberbia.
No culpemos a Rafael Márquez; si lo pensamos un poco, tal vez es el "más" mexicano de los que pisaron la cancha, el más "fiel", el que más cree detentar los "valores" de ese gran hombre de bronce o el hombre oro descubierto y desterrado por los españoles.
No, no fue Rafa; él es un síntoma o más que un síntoma un ejemplo eficaz, completo, del mexicano confundido, porque él, el gran chingón, se vio notablemente superado por un rival, un país, un futbol que cuando, para tomar el ejemplo, Rafa Márquez era niño, no tenía liga profesional y no sabía lo que era el soccer.
Entonces, cómo no sentir confusión. Cómo no sentirse confundido cuando el rival que no sabía jugar es capaz de borrarte del campo, cuando las grandes "promesas" no terminan de cuajar, cuando los "giovannis" o los "velas" o los naturalizados, esas grandes figuras, no son capaces de armar una jugada o una estrategia cuya meta sea precisamente esa, la portería. Para los norteamericanos la idea es básica: el adorno estorba si impide encaminarse a la meta. Desde el lenguaje nos ganan: para ellos la meta está clara, para nosotros se trata de una portería.
De la confusión, el mexicano pasa a la soberbia en un tris; o mejor, la soberbia, esa cualidad mexicanísima a la que Paz se refería como la costumbre mexicana del "ninguneo", es la que al final desemboca en una confusión del tamaño del Estadio Azteca.
El Futbol mexicano es una simulación más, alimentada por el poder de unas televisoras hipócritas que venden ilusión e indignación al costo de una sociedad atrapada en los jadeos de la convulsión mediática, sin ton ni son, sin crítica ni capacidad de afrontar la realidad sin miedo y que por el contrario genera miedo sin reparar en el peligro de que este se convierta en una condición casi natural o cultural de una identidad que no se sostiene de nada más que de sus propias mentiras, sus propias máscaras.