¿Qué nos dice a los mexicanos, a tiempo presente, Rayuela, la magna obra del escritor argentino Julio Cortázar, fallecido hace 25 años?
Dos cosas: la primera, que deberíamos jugar mejor, y la segunda, que debemos ejercitar nuestra imaginación.
Los mexicanos hemos olvidado jugar, pero como Cortázar decía, como los niños: de la forma más seria; jugar precisamente a la Rayuela, el camino al cielo, porque hoy día, México no se parece en nada a la idea que tenemos de un paraíso celestial; por el contrario, los muertos, las ejecuciones, los secuestros, la torpe cultura política mexicana y la indolencia de nuestra clase empresarial, nos hacen pensar en que, más bien, México parece un infierno.
Nos hace falta jugar pero no como se entiende vulgarmente el juego, que curiosamente en nuestro país tiene tintes de trampa e inmadurez. Nos hace falta jugar en serio la carta que tenemos que jugar, la carta real, la carta verdadera no la ficticia. Nos hace falta jugar como los niños, porque para ellos el carácter lúdico significa aprendizaje.
En Rayuela, el juego es parte fundamental. Rayuela es un juego desde la primera página, un juego que es un desafío y a la vez una aventura en bandeja de plata para el lector ávido, para el lector curioso, para el lector que juega con la experiencia literaria y lo hace para desbaratarla en su imaginación y solucionar, convertir y revertir un rompecabezas de varias caras, un rompecabezas interminable.
Los mexicanos debemos recuperar la facultad de imaginar, una facultad que sin lugar a dudas se ejercita con la literatura. El caso es alarmante porque la realidad en México nos muestra que nadie o casi nadie lee, mucho menos literatura. En nuestro país ha pesado tanto la cultura de la eficacia, los resultados y el rendimiento, junto al neurótico ahorro del tiempo, que han aligerado notablemente el papel del pensamiento como propulsor de una sociedad capaz de transformarse a sí misma.
Se trata de imaginar no para evadir la realidad, ¡no!, sino para experimentar en las ideas las aventuras pertinentes a las condiciones reales, la imaginación que completa nuestra experiencia de las cosas, de nuestro conocimiento del mundo, la imaginación que nos permite inventar y crear y no sólo copiar lo ya hecho, lo ya pensado, lo ya imaginado y hasta lo ya fracasado; imaginar es dejar de creer que la verdad viene de las pantallas de televisión, en los cacareos del poder simulador que ha institucionalizado la ficción en nuestro país desde hace, mínimo, 60 años.
La imaginación como entendimiento o conocimiento, no ya como aprendizaje, pero no un conocimiento racional sino un conocimiento a partir del ser, a partir de lo real de las cosas en sí mismas, no como creemos o queremos que sean; la imaginación como inspiración etérea, la inspiración de querer llegar al cielo sabiendo que no se trata de alcanzarlo sino de dirigirse al mismo por siempre pero sin perderlo de vista.
La imaginación como una facultad de verdad tan fina y rebosante como la imaginación de la Maga, el personaje femenino de Rayuela, quien vive de un modo intuitivo y que sin necesitar explicarse su vida "se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente", a través del cálculo racional, el pensamiento objetivo de un personaje como Horacio Oliveira.
Pero él no puede librarse de sus gruesos lentes de aumento, de su gruesa sagacidad intelectual. Y ella, la Maga, “cierra los ojos y da en el blanco”.
Entonces, vista así, la imaginación sería una especie de motor para una eventual concatenación de torrente de ideas, torrente caótico por lo demás, si bien no para hallar verdades finales, sí para poner en duda, sí para inventar libremente, sí para permanecer activos.
Rayuela es una puesta en duda de todo que sirve para hacer llegar un mensaje claro: hay que seguir buscando, no hay una fórmula ni una verdad última. Rayuela para México puede ofrecer un claro mensaje de comprender y entender a partir de alimentar la imaginación, la stamina del sujeto que se atreve a pensar, a ponerse en duda y a reinventarse.