Primitivo y cazador
(sin foto)
Hace ya algunos años el afamado, denostado y hasta autor de culto: el escritor estadounidense James Ellroy escribió una especie de autobiografía la cual se publicó con el título Mis rincones oscuros. En aquel momento coqueteó con ese género que solo pueden explorar los autores medianamente trascendentes que envejecen los suficientes años para darse cuenta de ello o aquellos que cuentan con la suficiente egomanía para creer que los relatos de su vida son de un interés mínimo para una cantidad económicamente viable de potenciales lectores.
Mis rincones oscuros, cuyo título además de todo es prodigioso, fue un éxito de ventas, y constató que el ego de Ellroy es lo suficientemente grande y su maniática visión del mundo se traduce en términos literarios de un modo totalmente formidable y novedoso. Aquel primer libro liberó una asignatura que suele quedar atrapada una vez que se aborda el género: explicar, significar y definir la identidad. Y, al contrario, nos dejó una imagen más borrosa, menos nítida, menos asible pero más profunda de El.
En Mis rincones oscuros se inventó, por encargo de su editorial, como un detective o un reportero de nota roja para indagar la muerte de su madre, Jean Hilliker, quien fuera brutalmente violada y asesinada a mediados de los años 50, cuando el pequeño James contaba con 10 años de edad. Hecho trágico que marcaría su vida y que repercutiría en los temas y obsesiones que suele explorar en su literatura, como ejemplo de ello se cuentan las novelas como L.A. Confidential y La Dalia Negra, por mencionar las más conocidas.
Nosotros, lectores comunes, ¿luego de Mis rincones oscuros que más podíamos pedir a ese nivel? La respuesta la ofrece A la caza de la mujer (Mondadori), el más reciente libro del escritor sexagenario. De la lectura de esta obra, surge una primera pregunta: ¿es novela o autobiografía? No es ni una ni la otra, sino más bien un poco de las dos y nos atreveríamos a decir que es sobre todo una novela: un relato ficticio hecho con método, técnica y destreza narrativa pero, sobre todo, con una de las más admirables y arriesgadas excavaciones humanas, en un nivel en que la fenomenología, la caza de los espíritus interiores conjurados del moho que se pega a las entrañas, hace una cala sin cribas y con toda la honestidad, todo el arrojo, todo el sentimiento, toda la habilidad verbal, todo el desparpajo y toda la potencia narrativa que es posible encontrar en un escritor que se precie de serlo: un creador de literatura y no un buen contador de historias.
La historia de Ellroy es la de un hombre viejo, desencantado que siendo joven vivió mal pero de viejo ha vivido tan bien como una celebridad de Hollywood; un hombre que no ha encontrado límites y que no los tiene a la hora de reconstruir la vida a través de la palabra; un hombre con miedos y fallas que no pide disculpas y que parecería no temerle a nada; una especie de espíritu que se encuentra más allá del bien y del mal: un iluminado lleno de mierda y cicatrices, un apóstol de la abyección, un mesías de la tradición blanca, un santo de la perplejidad. Un hombre sin tiempo: un adelantado que transmite desde lo remoto.
A la caza de la mujer es una exploración vitalísima trenzada de acuerdo con las mujeres que lo han acompañado en su vida, con la prístina coincidencia de que todas y cada una de ellas son bellas, de piel blanca y cabello rojizo: todas, parecidas a la primera, la fundamental, pero ninguna ni siquiera la primera (la madre), la única. En un nivel tangible esa no existe, acaso podrá registrarse en un instante imaginativo en la conciencia pueril del pequeño Ellroy: en el pasado existe Ella, pero Ellas (incluida Jane) son el consuelo a la búsqueda inmanente de un hombre hambriento que no esconde ni se apena de su voracidad.
Esas mujeres se borran y reaparecen, se filtran y se deshacen para refuncionalizar a esa mujer que es huella, vestigio y posibilidad: Ella: Todas. No, su Yocasta personal. Sino el ombligo: la cicatriz. La carencia perpetua y la incompletud irremediable. Su ilusión vital. Sin la muerte de su madre quizá para nosotros jamás hubiera existido un Ellroy. Y esa sería una tragedia igual de grande.
Ellroy es un escritor diferente y necesario. Y no porque sea un viejo borracho de 60 años, malencarado y sangrón, que ha hecho fama y que le importan un bledo los cánones cultos, un hombre que no ha tenido hijos y que se ha liado con cuanta mujer ha podido.
Sino porque Ellroy es un santo de la literatura post-apocalíptica: alguien que, con una mueca de hastío, entre el humor y la ironía, rebobina hacia el futuro una cinta velada en búsqueda de su principio. Ellroy es lo que queda, lo último que nos queda, de aquellas categorías que un día significaron todo un mundo conocido como Literatura: honestidad, auto escarnio, incredulidad, perplejidad y valentía. Categorías que funcionaban cuando los relatos tenían peso y en el mundo aún existían resquicios de heroísmo. Cuando había hombres y no fantasmas. Cuando el hombre se lanzaba a la caza de sus ilusiones, a la caza de su mujer.
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