Fabio Morábito: la vida no se mide por el tiempo

domingo, 7 de junio de 2009

Emilio, los chistes y la muerte, su primera novela

 

“Basta una sola vuelta de la sangre para decir, yo he vivido.
Una sola vuelta de la sangre, una sola respiración, una sola mirada a la luz es suficiente para que los muertos platiquen entre ellos sobre la vida con la misma competencia”, afirma poéticamente el escritor mexicano Fabio Morábito, quien recientemente ha presentado su primera novela, Emilio, los chistes y la muerte (Anagrama, $180), una obra en la que confluyen una agridulce tensión dramática, una prosa dúctil bruñida de imágenes y una imaginación dotada de gran honestidad.


Emilio es un niño que ante el sentimiento de soledad y vacío que provoca en él la separación de sus padres, toma la costumbre de asistir diariamente a un cementerio contiguo a su casa, en cuyo viaje sus primeros acompañantes serán una máquina que atrapa chistes perdidos en el aire, y los muertos del panteón, cuyos nombres aprende de memoria de acuerdo con su localización espacial.


Ahí conoce a Eurídice, una mujer de cuarenta años, quien cada miércoles lleva flores puntualmente a la tumba de su hijo recién fallecido. Eurídice no tendrá reparos en mostrarse ante él y verá en Emilio una réplica imperfecta de su propio hijo: ulteriormente no podrá recordar nítidamente la imagen de su hijo pues se ha fundido con la de Emilio.


La relación entre Emilio y Eurídice se complicará al grado de convertirse en una hecatombe de afectos en los que poco importara la edad y los estereotipos sociales, una hecatombe o una oleada gigantesca que los arrastrara en las mieles del deseo, el sinsentido, el redescubrimiento, la tranquilidad y el amor.  


“Para Eurídice, el gran problema es sentir que su hijo no vivió todo lo que pudo haber vivido. Pero Eurídice llega a aprender por Emilio que su hijo estuvo tan vivo como cualquier otro ser que estuvo en la tierra. Cuando ella aprende eso descansa muchísimo. Siente que su hijo vivió de verdad y que no murió en balde. Creo que ese es uno de los puntos fuertes de la historia”, afirma Morábito.


Basta una vuelta de la sangre para haber vivido y, por ello mismo, Morábito sabe que la vida es ese transcurrir o ese discurrir incontrolable de la vida, ese devenir del que nuestra mirada es un testigo que solo puede ser conciente a posteriori.


“Siempre quisiéramos vivir más intensamente o con la atención puesta en el objeto de nuestro deseo. Un joven tiene mucho más remordimientos que un viejo porque siente que todo lo que dejó de vivir o de pensar o de decir en algún momento se quemó para siempre, se perdió, es un tache, una derrota. Tal vez después va entendiendo que en realidad no había otra forma de vivirlo.”


Por ello,

“saber mirar es un aprendizaje eterno en la vida.”


Lo que nos salva de ser unos monstruos es la distracción. Claro, sentimos que no vivimos nunca intensamente el presente, que nos distraemos, que si pudiéramos echar atrás el casete diríamos: no, debí haberle dicho tal cosa, debí haber amado más intensamente. Pero sí lo pensamos bien, vivir así es horrible, es decir, focalizar algo al microscopio es una forma de aniquilarlo. Lo que le da su sabor a la vida es precisamente que estamos distraídos y es lo que permite que podemos evocar las cosas”, concluye el novelista.


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