Un dios salvaje, de Yasmina Reza

miércoles, 20 de octubre de 2010

Del enojo al embobamiento

Antes de ponerme serio, debo decir que Un dios salvaje es una obra muy cagada. Cuando la fui a ver me emputé porque tuve que pasar al baño y cuando salí ya había empezado la obra y ¡zas! que me mandan hasta atrás. Como estoy ciego (bueno o sea no estoy ciego pero mi sentido visual se ha atenuado con el tiempo) estaba muy enojado por no poder ver nada. Estuve a punto de salirme porque es fundamental en el teatro poder ver los gestos, apreciar la actuación que depende más del manejo del cuerpo que del manejo del lenguaje. Por eso creo que una obra de teatro hay que verla, no leerla.

La obra me llevó a varios estados. Atrapa de manera inmediata y el lenguaje coloquializado es un gran acierto por parte de los traductores-adaptadores. La complejidad de la moralidad humana se ve nítida en los cambios de opinión y de temperamento bruscos que padecen los personajes y que marcan la pauta de un campo en que los flancos (bandos) se combinan constantemente: un matrimonio contra otro, un género contra otro, un individuo contra el grupo, comprobando que el combate y la épica están más vivas que nunca.

La obra hay que ir a verla. Te divertirás muchísimo, como en Gorda, pero al final una frase te removerá la conciencia para producir un coctel alucinante de preguntas que te acompañaran mínimo hasta que llegues a tu coche o al metro, según en lo que hayas llegado.

Un dios bárbaro nos habita

El mundo es cada vez es más pequeño y la distancia que existe entre los tiempos antiguos con los actuales parece ser cada vez menos visible. El motivo es que Occidente amplió su espectro y sus divinidades pero al mismo tiempo el hombre parece que vuelve a un estado de barbarie.

Por eso la obra de teatro Un dios salvaje, que ubica un dilema afectivo y moral (dos matrimonios que quieren resolver civilizadamente la situación en que el hijo de una pareja le rompió dos dientes con un palo al hijo del otro matrimonio) puede hablarle a todo el mundo, recavar éxito y carcajadas, y remover los hilos íntimos que mueven a los humanos, además de tratar un tema serio: la crueldad innata del hombre y de dios.

La obra Un dios salvaje (Le dieu du carnage), de la dramaturga francesa Yasmina Reza, es una pieza cómica, cuyo texto es infalible. La puesta en escena a la mexicana es divertidísima y hará reir hasta al más rejego. Federico González Compeán y Morris Gilbert, una vez más acertaron al producir una obra de teatro que al mismo tiempo en que se adapta y se vuelve muy local es de un gran aliento universal: se monta en un teatro de la zona centríca de la ciudad de México, el Fernado Soler, una obra que habla todos los lenguajes.

La obra, que se ha montado en Europa, Latinoamérica y Estados Unidos, ha sido interpretada por actores de la talla de James Gandolfi, Jeff Daniels, Marcia Gay, Lucy Liu, Aitana Sánchez Gijón, Maribel Verdú. Por su parte, Jodie Foster, Kate Winslett, Christoff Waltz y Matt Dillon ya preparan la versión cinematográfica en la que Reza ha escrito el guión junto el realizador Roman Polansky, quien la dirige.

Con estos carteles, Un dios salvaje llega a nuestra ciudad y la versión dirigida por Javier Daulte se encuentra a la altura de cualquier producción internacional. El ritmo, la adaptación del guión, la iluminación, el habitar escénico de los personajes, la forma en que se intercalan los planos y la fuerza de los roles, la escenografía, el vestuario; todos estos elementos trasmiten de manera exitosa:

1) el ambiente acogedor y plástico, que después se revelará hueco como de utilería, en el que se desenvuelven las personas "civilizadas"; 2) la confusión provocada por el desajuste que existe entre el ser real y las exigencias que la sociedad demanda a los individuos adultos, 3) la lucha horizontal y a veces vertical entre los géneros; 4) el elemento abyecto como motivo de risa y liberador de tensiones, y 5) la desconfianza en dios.

En el título lleva su penitencia y pertinencia. Dilucidar el carácter de Dios es un tema agudo para una sociedad generalmente creyente como la mexicana, que bien se podrá escandalizar cuando escuche de boca de uno de los personajes (en la versión mexicana, el menos interesante de los cuatro): "Un Dios salvaje nos gobierna desde la noche de los tiempos".

La sentencia es dura. Decir que dios es salvaje es aceptar que el infierno es nuestro, aceptar que la violencia y el asesinato son justamente lo que nos define. Aceptar que Dios es salvaje (y no que no hay Dios) es lanzar una mirada fría a nuestro cuerpo, a nuestra carne, y pensar que el hombre no tiene remedio justamente porque hay un dios que lo condiciona. Decir que dios es salvaje es aceptar que nuestros modales son aparentes y nuestra civilización, un cascarón de huevo.

¿Y luego?... Nada.

Justamente por eso nos queda la risa y la espera. La obra durante una hora y media lleva al espectador por un camino sinuoso, con simas y cimas, con personajes que intentan lanzarse al abismo pero que simplemente disimulan, la obra también lleva al público hacia una resolución que poco a poco se reconoce como improbable.

El montaje acierta en el trabajo escénico de Ludwika Paleta, que no desentona con su belleza; Flavio Medina cumple pero no llena el papel; Mónica Dioné conduce como director de orquesta las emociones y reacciones no sólo de los otros personajes sino también del público, y Rodrigo Murray demuestra, una vez más, que es un actor serio y no sólo un conductor de programa de concursos, su interpretación de un individuo mediocre, promedio, como cualquiera de nosotros. es redonda.

La obra, a la manera clásica, contiene las unidades de tiempo, espacio y tema. La acción se desarrolla en la sala de una casa, durante una tarde que se va haciendo noche y en torno de la discusión: ¿qué vamos a hacer con los niños? La acción apela a todos los ingredientes snobistas aplicados por medio del lenguaje a la clase media alta mexicana.

El aparente orden, que es también un símbolo, poco a poco se resquebraja hasta que la sala se convierte en un antro, hasta que los padres se convierten en niños, y las máscaras se caen de sus sostenes, el maquiullaje se corre con el sudor, el licor y el vómito, y, sobre todo, hasta que la pregunta por la vida de un hámster abandonado concentra la compleja moralidad del individuo moderno: volátil, contradictaria y maleable.

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