El último deseo, Manuel S. Garrido

lunes, 6 de abril de 2009


Cuando el amor es valentía y compasión

La literatura permite a los sentimientos trasminar en los sentidos a través de las letras. La literatura permite a los hombres abandonar su experiencia particular por un momento para vivir aquella que leen, aquellas que no podrían vivir de otro modo. La literatura no sólo te lleva a lugares lejanos o imaginarios, te hace experimentar a través de un cuerpo que no es el tuyo, un sexo que no conoces, o una edad por la que no has atravesado, como me ha ocurrido con El último deseo, la más reciente novela de Manuel S. Garrido.


Durante alguna de las continuas, densas pero agradables conversaciones que he tenido el gozo de compartir con el Doctor Garrido, ya sea caminando por la calle o sentados en su despacho, le comenté que me estaba identificando con Gonzalo de Aguirre; en ese momento yo aún no terminaba la lectura de la novela.


El profesor De Aguirre es el personaje principal de su novela: un hombre de más de 60 años que ante el acoso de "Vejecia" atrapa una última pasión que aparece bajo el nombre y cuerpo de Laura Zatur, alumna suya en la Universidad de Uppsala, Suecia, una muchachita de esas que, dice el personaje, ni olor tiene, una jovencita.


Me identifiqué con Gonzalo de Aguirre por dos cuestiones que alcanza la categoría de temas centrales en la novela: en primer lugar por el lenguaje con que se refiere a las mujeres, un lenguaje que no envejece con el paso de los años, ni con la diversidad de ellas, un lenguaje que es un código inalterable para los hombres y, casi, totalmente vedado para ellas. La segunda cuestión por la cual me identifiqué con De Aguirre fue por esa obsesión también muy masculina, y sobre todo muy machina y mexicana, de sustraer, y por tanto minimizar de forma ridícula nuestra identidad personal, lo que somos, a la potencia, y vigor sexual, anulando todo lo demás que seamos: Mientras el pito te funcione, existes. Mientras la pija embista, todo lo puedes. Mientras tú no te vengas, que se venguen ellas con frenéticos alaridos o intensos fluidos aromáticos. En fin.

Da miedo envejecer. Da miedo elegir entre una Lola y una Laura. Da miedo perder el vigor de una buena revolcada, da miedo llegar a una edad en la que verse al espejo sea una afrenta directa al ego y sea también un reto que exija voltear al abismo de nuestro maldito yo, el más maldito de todos, el que sólo está para nosotros y nos espera con la crueldad y la nitidez de la mirada más certera: la mirada interior.


Dice Octavio Paz en La Llama doble: “No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sin sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible.” Una suerte de dialéctica peligrosa e ineludible.


En Laura, el tiempo no corre, no existe, es un instante de inmediatez robado a la vida, y por ello el deseo se distiende a sus anchas, esa felicidad inocua. En Lola, el tiempo existe y ha plasmado sus huellas en la piel, el principio del placer, para anularlo, esa infelicidad que llega con la pregunta, con el desarraigo, con la crudeza de lo real. Como quiera que sea, verlas realmente, ya sea a Lola o a Laura, exige a Gonzalo de Aguirre valentía, “toda tu honestidad”, como dijera Lola. Y por eso, por cobarde, por sustraerse a su pene y reducirse a ese extremo nimio, no es capaz de verlas más que como sombras que atienden un espectáculo en el que De Aguirre se ha constituido como la figura central. Tan cobarde que cuando él no puede o no se atreve a hablar a confesar, hace que hable por él el narrador de la novela, una especie de cómplice del protagonista.


Un cómplice con una voz o un lenguaje denso y filosófico, ¿Garrido? Muy probablemente. Un narrador para quien las palabras son númenes que engloban conceptos y por ello, todas las palabras tienen una razón de ser. El narrador es un racional radical que simpatiza con De Aguirre. Y además, es capaz de ir al borde del pudor en donde lo vulgar y lo grotesco se revelan como las únicas formas posibles para aventurar una descripción sobre aquello que hay de natural en el ser humano, aquello que trasciende la razón y lo aceptable. Es un narrador muy complejo.


Pese a la complejidad y completud recíproca entre estos dos personajes, su discurso machista existe sólo para darle peso y valor al personaje verdaderamente importante de El último deseo: Lola Belmonte.


Para ella, basta un cambio sutil en el título, El último deseo, para transformar esa frase en una indagación crítica: “la última vez”. La última vez de Lola Belmonte será para ella el regalo más preciado al que habrá de aproximarse con irresponsable abandono: no soportaría ser una carga para su marido pero no por ego, sino por compasión, porque no soportaría verlo devastado, pues sabe que De Aguirre no sería capaz de enfrentar sus propios demonios. Entonces, por compasión no lo deja inerme ante el fragor y peligrosidad de la esperanza.


Las últimas cincuenta páginas de la novela son de un retorcimiento visceral al que sólo es capaz de conducir el masoquista por antonomasia: un escritor.


Un final en el que dosifica las emociones sin consideración del lector, pero le brinda la oportunidad de mirar con otros ojos la vida, o sea, el dolor: con una mirada compasiva. La compasión como aquel sentimiento que inunda a un ser humano cuando puede condolerse de otro, liberarse de sus propios zapatos, ponerlos lejos e intercambiarlos con los de aquel que sufre. La compasión de Lola, su gran lección: la del amor entendido de otro modo, como amistad o renuncia.

Parafraseando a Octavio Paz pero cambiando el sentido de la frase anteriormente citada de La llama doble: No hay amor sin compasión como no hay compasión sin renuncia. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin compasión no es amor y compasión sin renuncia es impensable e imposible.

Se trata, pues, de la mejor novela que se ha escrito sobre el tema en español en los últimos años, según palabras del escritor Hernán Lara Zavala. Palabras con las que concuerdo ampliamente agregando que es una novela que se atreve a pensar contra sí misma, una novela que busca llegar al abismo con toda la estructura filosófica y cálculo racional aún sabiendas que estos son métodos falibles y cuyo resultado es demoledor. Una novela valiente, para valientes.


2 comentarios

Sin duda, una novela capaz de remover todos los sentimientos encontrados de quien no sabe a ciencia cierta lo que quiere o busca.
Gonzalo de Aguirre es un personaje con el que nos podemos identificar plenamente en cuanto a esas decisiones que llega a tomar con las que no sabe si son o no sean las más acertadas. Y el amor como telón de fondo que se trasmina a lo largo de la vida de todos.

18 de diciembre de 2014, 5:49

Una novela por demás interesante en la que el lector irremediablemente identifica parte de su vida con la de Gonzalo de Aguirre.
El Doctor Manuel S Garrido (que fue mi maestro allá por 1975) involucra al lector en la identidad de sus sentimientos que se le revierten en aquellas decisiones que llega a tomar sin saber a ciencia cierta si sean las más acertadas y que posteriormente repercutirán en su vida en la que reverbera el pasado aquel de la dictadura dura de Pinochet en Chile...

18 de diciembre de 2014, 5:56
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