Ser o no ser Dios, he ahí el dilema

jueves, 5 de marzo de 2009


Perder la ilusión significa dejar de pensar en una salvación al final de los tiempos, en una redención del espíritu humano o en la llegada de un mesías o del “último hombre”. Perder la ilusión significa ver claramente. Y para hacerlo se creyó preciso echar luz para salir de la oscuridad de la ignorancia, para salir del encantamiento del mito anterior a la filosofía.

Perder la ilusión, es decir alumbrar el entendimiento con la luz de la razón, para la Ilustración fue el gran proyecto con el que finalmente el Hombre podría liberarse de las cadenas del infortunio y de la incomprensión y así asumir el mando y por tanto el control del planeta, para liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores, para aniquilar a los dioses y encumbrar al Hombre como el Dios, el Supremo hacedor.


Tal vez por eso Nietzsche declaró en pleno siglo XIX la muerte de Dios. El filósofo italiano, Gianni Vattimo, sostiene que tal afirmación de Nietzsche no significa dilucidar si Dios existe o no, sino que no hay un fundamento último, no hay absoluto, con lo cual declarar si Dios existe o no existe carece de importancia.


Pero el filósofo inglés, John Gray, Nietzsche es ingenuo y contradictorio, porque crea la figura ridícula del “último hombre” y será un hombre preso por sus propias fobias, obsesiones y temores, mismas que lo llevarían a la locura.


Para Vattimo, en cambio, Nietzsche simplemente no ha sido bien entendido, y ahí concede: Nietzsche crea el “último hombre” porque para él la disolución del mundo objetivo conduce a una más “auténtica” liberación.


Es decir, tanto John Gray como Gianni Vattimo elaboran muy interesantes interpretaciones sobre el planteamiento nietzscheano. Y leídos complementariamente nos llevan a pensar en que Nietzsche y su afirmación de la muerte de Dios, más allá de su ulterior filosofía teórica y práctica, se refería a lo mismo que John Gray pero sin la radicalidad de éste: si Dios ha muerto, es decir, si no hay absolutos, el paso siguiente sería decir que el gran absoluto del humanismo, es decir, el Hombre, también ha muerto, o mínimo, debería morir.


El desencanto es irremediable: el ser humano no se cansa de ser Hombre, es decir no se cansa de ser el Dios que destruye su mundo y se destruye a sí mismo, para quedar, como diría Baudelaire, sólo, en “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.


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